Después de la pausa estiva volvemos a ocuparmos de actualidad.
El
reciente episodio de la imposición de una entrenadora al equipo de tenis
español (masculino) de Copa Davis no ha llegado ni siquiera a ser polémica,
porque sólo ha habido un amago de protesta por parte de algunos deportistas y
su entorno. Todos ellos evidentemente acobardados y temerosos de salirse de las
opiniones permitidas en la histérica
sociedad de la corrección política, donde se puede hablar cada vez menos libremente,
y la tan cacareada libertad de palabra y opinión vale sólo si es utilizada para
recorrer el camino de la decadencia y la degradación.
Es
sólo un caso más entre muchos, en sí mismo insignificante –no me quitan el
sueño precisamente las tribulaciones de los tenistas- pero representativo de la
obsesión general de la corrección política de meter a la mujer en todas partes,
el empeño compulsivo de la mujer moderna en no tolerar la existencia de
ambientes masculinos, su negativa a aceptar que en ciertos lugares la mujer no pinta nada.
Un
ejemplo más de arrogancia feminista e imbecilidad igualitaria, que van siempre
de la mano. Cuando le conviene al feminismo naturalmente.
En
el caso del deporte no se puede tergiversar ni falsear demasiado, confundir las
cosas y engañar como es habitual en otros campos: las diferencias físicas entre
sexos imponen una separación entre el
deporte masculino y el femenino, el interés del público por uno u otro, el
compañerismo que asume un aspecto de camaradería también por el aspecto
de entrenamiento físico.
Por
ello en el caso del deporte es particularmente evidente esta manía y obsesión
por meter a las mujeres en todas partes. Por ejemplo como el fútbol de
marimachos –porque esto es esencialmente y salvo excepciones el fútbol
femenino- le importa un comino a todo el mundo, se empeñan en meter mujeres con
calzador en el mundo del fútbol con cualquier excusa.
Cuando
hay un ambiente masculino, especialmente si es exclusivamente masculino, la corrección política lo ve como una
insoportable afrenta. Esta es la razón por la que, en el último desfile del 12
de Octubre al que fui, había una mujer con el uniforme de la Legión, aunque
estuviera al final y tocando el tambor.
Y
esta es la razón por la que se empeñan en imponer entrenadoras dirigiendo
equipos deportivos de varones, en lavarnos el cerebro para que lo veamos como
natural, en silenciar cualquier protesta con rebuznos de indignación
políticamente correcta y la palabra trampa machismo, que basta para silenciar las críticas
en el ambiente de intinidación que han logrado crear.
Pues
no. Se pongan como se pongan una fémina
no pinta nada dirigiendo un equipo de hombres porque estará siempre fuera,
excluida, out, de ese tipo de
camaradería masculina que es propia y parte integrante del deporte, y es un
reflejo aunque pálido de la camaradería masculina militar, siendo el duelo
deportivo una metáfora de la guerra. La cuestión del vestuario, aunque tiene su
peso, es sólo un aspecto particular de estas consideraciones generales.
Por
eso un equipo de hombres bien nacidos difícilmente se sentirá a gusto siendo
dirigido por una fémina, muy especialmente en una actividad física. Y eso es lo
que no acepta ni está dispuesta a respetar la corrección política y la
arrogancia de la mujer moderna.
Por
supuesto ellas saben perfectamente todo esto. Lo hacen puramente por joder. No
es sorprendente visto el callejón sin salida en que el feminismo las ha metido,
y el fracaso estruendoso de las tonterías igualitarias cuando entran en
colisión contra el muro de piedra de la realidad.
¿Y
los equipos de mujeres entrenados por hombres? Este es un caso bastante más
frecuente, y es algo que las deportistas féminas deben decidir por sí
mismas. Evidentemente si un tal equipo se siente incómodo con un entrenador
masculino también habría que respetar esto. Pero no es lo que suele suceder,
por lo menos no en la misma medida que en el otro caso. Esto no debe
sorprender, y es una expresión más de las diferencias entre hombres y mujeres
que sólo los fanáticos de la igualdad –la palabra más sucia e indecente del
diccionario- y sus teledirigidos mentales se obstinan en negar.
Concluyendo
ya, este pequeño episodio es un ejemplo más de la obsesión arrogante de la
mujer moderna por meterse en todas partes con calzador, de su desprecio
militante por la sensibilidad masculina, su obstinada y cerril negativa a
reconocer que existen ámbitos masculinos donde está fuera de lugar. Es un caso
más donde sale fuera la rabia de la corrección política frente a los ambientes
masculinos, el odio de la sociedad matriarcal por cualquier camaradería
masculina –el crisol donde se ha forjado siempre la identidad del varón- y su
empeño en destruirla.