“Al
final, la civilización siempre la salva un pelotón de soldados”
Oswald Spengler
Hace tiempo que tengo abandonado este blog y quería retomarlo
con otros temas, pero los ataques islamistas en París del 13 de noviembre imponen
el tema; los eventos se suceden siguiendo una lógica clara y perfectamente
legible, y ya están aquí las señales de la nueva era que se avecina en Europa.
La era del kalashnikov, de la bomba y
del cuchillo que pueden llegar en cualquier momento, la era del conflicto civil,
étnico y religioso generalizado, la era de la amenaza mortal a nuestra civilización.
El episodio de un puñado de islamistas que, con una mínima
organización y logística, usando unos pocos kilos de explosivo y unos cuantos
fusiles de asalto, matan a más de cien personas en una serie de ataques
imprevisibles, no es un episodio aislado; muy al contrario, está destinado a
repetirse de mil maneras y no quedará como algo puntual, sino como una de las primeras
escaramuzas que anuncian una realidad que ya tenemos encima y es demasiado
tarde para prevenir.
Una realidad que poco a poco se impone a la atención y se abre
camino en las mentes; falsificada por las maquinarias de la mentira de los
medios de comunicación y sus dueños canalla; ignorada por una anestesiada
población europea, cuya única preocupación es continuar con su mediocre y
estúpido estilo de vida mientras los bárbaros están, no a las puertas, sino ya dentro
de la ciudad; ocultada por las mendaces palabras de los políticos europeos,
felones y traidores a sus pueblos, auténticas lenguas de serpiente cuya única
preocupación es engañar a la población para que no despierte y no se dé cuenta
de lo que está pasando hasta que sea demasiado tarde. Entonces, naturalmente,
dirán que así es la democracia y que ellos han seguido la voluntad del pueblo.
Realidad, sin embargo, que existe y cada vez será más difícil
dejar de ver.
Volvamos a la conocida cita de Oswald Spengler que he
recordado más arriba. El lector podría pensar que este pensamiento no es
relevante hoy en día, que es retórico, exagerado. En general y en particular
para el terrorismo islámico. Al fin y al cabo, ¿No es verdad que tenemos aviones,
tanques, misiles y drones, máquinas y
fuerzas armadas supermegatecnológicas para hacer frente a cualquier amenaza? ¿Por
qué nos ha de salvar un pelotón si tenemos ejércitos enteros?
Pues no, no tenemos un carajo. Lo que tenemos no nos sirve
para la guerra que se ha de combatir y además falla lo más importante, que es
el factor humano.
Atributos viriles. Cojones. Dignidad. Dureza. Orgullo.
Claridad mental. Carácter. Podríamos llenar páginas enteras con la lista de lo
que nos falta, en medio de todas nuestras máquinas y ordenadores.
Porque los frentes de la guerra están en las mentes y los
corazones, en los vientres de las mujeres, en los medios de comunicación y la
opinión pública, en la vida cotidiana, en las escuelas y las universidades, en
los despachos de las lobbies y –sobre
todo- en esas cloacas oscuras donde se cocina la decadencia de las almas
europeas, en esos antros de cucarachas erigidas a maestros de la sociedad, donde
se prepara y se difunde el veneno que infecta Europa y le quita la voluntad de
defenderse.
Para la batalla que se avecina, incluso en su aspecto más
“bélico”, el del terrorismo y la violencia urbana, el abierto conflicto
étnico-religioso, ni la tecnología ni los drones
ni los frikis de ordenador servirán
para mucho. La guerra no la ganarán las máquinas ni las armas sofisticadas sino
–como siempre- los hombres. La guerra la venceremos si, en el momento y el
lugar decisivo, nuestros pueblos serán capaces de forjar el último pelotón de europeos dignos de tal nombre; el núcleo de resistencia
alrededor del cual se cristalizarán las fuerzas que Europa conserva en su
interior a pesar de todo, a pesar de la corrupción y del veneno que nos han
inyectado durante decenios los odiadores de Europa.
¿Están tan mal las cosas? ¿No somos ricos, poderosos, no
somos capaces de enfrentarnos a cualquier amenaza? No, no lo somos. Para
comprenderlo, examinemos un poco la naturaleza del enemigo y observemos el
comportamiento de nuestros gobernantes; consideremos si los europeos están
dispuestos a defender su forma de vida, si son capaces de ello; valoremos la
fuerza interior, la solidez, la integridad moral y de carácter de la población
europea.
En primer lugar es inevitable notar lo penoso, lamentable e
inoperante del comportamiento de los gobiernos europeos, en particular del
francés.
Cerrar y controlar las fronteras, dicen. Ridículo y risible,
si no fuera ya trágico. Las fronteras se cierran para mantener el enemigo fuera, no cuando ya está dentro, porque entonces es tarde para
eso. Y el enemigo lo tienen dentro hace mucho tiempo; en las masivas
comunidades de alógenos de primera, segunda o tercera generación que no han
sido nunca franceses, que nunca se han sentido como tales y no tienen intención
de serlo, sino de ocupar el territorio.
¿No todos? Cierto, quizá ni siquiera la mayor parte, pero da
igual. Basta con que uno entre mil esté dispuesto a empuñar las armas y
sacrificar su vida, basta con que uno entre cien esté dispuesto a apoyarles,
basta con que uno entre diez piense en Francia como una tierra de conquista, de
manera violenta o no violenta. Recordemos la frase de Ben Bella, quien anunciaba
la conquista de Francia por medio de los vientres de las mujeres argelinas.
Las responsabilidades domésticas, en el frente interno, son
por lo tanto clarísimas, por parte del gobierno francés así como de los demás. Ciertamente
sus modernas fuerzas armadas no les van a servir de nada en esta clase de
guerra; pero es que cuando las utilizan, tampoco les sirven de mucho. Empezando
por el paripé de los bombardeos que hacen como pretendida represalia contra los
bastiones en del Daesh o ISIS. Como
si no hubieran estado apoyando al terrorismo islámico, junto con toda la Unión
Europea, prostituta de Estados Unidos e Israel, para derribar al gobierno sirio
y desatar el caos en Medio Oriente. Como si el Daesh fuera un gobierno centralizado y estructurado, como si las
órdenes de los atentados se dieran desde el “estado mayor” de la “capital” y como
si bastara bombardear las ciudades del enemigo.
No. Si algo es el Estado Islámico, si se extiende de manera
proteiforme, es porque es un fantasma que ha adquirido realidad poco a poco;
pueden destruir todas sus ciudades y campos de entrenamiento, pero en cada
bombardeo le darán más consistencia porque es una comunidad ideal, en la cual
se puede reconocer cualquier barbudo con turbante que empuña un fusil o tiene
un cinturón explosivo. No hace falta una gran organización ni sumas enormes para
adquirir unos fusiles de asalto y unos kilos de explosivo; no se necesita una
gran logística, ni una base industrial ni grandes centros de mando y
comunicación. No es que sean invencibles por esto, sea claro: son grupos que se
pueden derrotar sin mucha dificultad si son eso, grupos aislados. No así cuando
tienen detrás un pueblo entero y una base social, popular. Y ese pueblo que
tienen detrás está ya dentro de Europa; cada año llegan nuevas remesas y nuevos
reemplazos para este ejército invisible, con la inestimable colaboración de
nuestros gobiernos y los estúpidos que les favorecen.
Oriente Medio no necesita más bombardeos de Occidente, más
intervenciones “contra el terrorismo”, más “guerras para llevar la democracia”,
más “primaveras” teledirigidas. Hemos visto perfectamente para qué han servido:
para destruir a los regímenes árabes laicos, los que combatían a los radicales
islamistas y los liquidaban. No es cierto que todo el Islam sea igual, que todo
el mundo musulmán sea lo mismo. Pero precisamente Occidente ha atacado y
destruido los regímenes árabes laicos que no se alineaban –Irak, Siria, Libia- y
ha favorecido precisamente, directa o indirectamente, a los que ahora llaman “terroristas”
y llamaban en cambio “combatientes por la libertad” cuando seguían el guion
escrito para ellos. ¿De verdad la solución son más bombardeos? ¿Nos toman por
imbéciles? Evidentemente sí.
Las palabras altisonantes de los gobiernos europeos –firmeza
contra el terror, al final venceremos, blablablá- valen menos que el papel en
el que están escritas.
Por tanto, si esta guerra ha de ser combatida, lo primero es
que esta basurcasta política europea, felona y sierva de EEUU, Israel y las
lobbies sionistas, responsables primeros del caos en Medio Oriente, se vaya y
deje paso libre a una nueva clase dirigente de patriotas europeos. Sin embargo,
una clase dirigente nueva presupone un pueblo que está detrás, que se siente
representado y guiado por ella, que la apoya. ¿Existe este pueblo europeo,
orgulloso de sí mismo, dispuesto a defenderse, a plantar los pies en su tierra
frente al enemigo, dispuesto a afrontar los sacrificios que ello implica y a
pagar el precio?
Los objetivos elegidos por los atacantes de París, las
modalidades de la carnicería, ciertamente
no son casuales, ni se trata de pura “maldad” demoníaca que busca objetivos
indefensos. Se han ametrallado personas sentadas en bares y cafeterías por la
noche, los atacantes se han cebado con jóvenes que asistían a un concierto de rock. El carácter simbólico de las
acciones, su carácter de guerra por la concepción del mundo, es evidente. Para
los islamistas no se debe salir a beber alcohol de noche y mezclando los sexos,
ni menos aún emborracharse, drogarse y fornicar aturdidos por el heavy metal. El objetivo elegido tiene
un significado, es contra los símbolos del estilo de vida occidental. Estilo de
vida, por cierto, decadente y en muchos aspectos degenerado como
desde hace mucho denuncio. Yo no pienso que haya que ametrallar a nadie por
ello, pero los lectores barbudos del Corán sí lo piensan. Como, por lo demás,
querrían prohibirme la mayor parte de mi tradición, imponerme reglas de vida y
una concepción del mundo para mí totalmente inaceptable.
Personalmente me opongo a la invasión alógena de Europa y a
la destrucción de su identidad en nombre de valores superiores, de una
identidad, de unas tradiciones y un acervo que amo, de una forma de sentir el mundo
y la vida en la cual en mayor o menor medida me reconozco. En pocas palabras,
en nombre de algo más, de algo infinitamente superior al pueril, decadente,
degenerado estilo de vida en el que ha caído la sociedad del Occidente actual.
Pero la cuestión no es ni siquiera esta, de que a mí me guste
o no la sociedad de hoy. La cuestión es si los asiduos del botellón, de las
noches en discoteca cargados de pastillas, del hedonismo y el egoísmo elevados
a principio supremo y centro de la vida, si ellos están dispuestos a defender
su forma de vida, si lucharán por ello frente a quienes quiere imponerles la sharia.
La pregunta es retórica naturalmente, y la respuesta la
conocemos todos. Nuestra cacareada forma de vida, el bienestar, la felicidad a
buen mercado del Occidente decadente, crea un pueblo mediocre, personas
mediocres, sin nervio, sin valores, incapaces de energía, de vigor, de
sacrificio. La sociedad de la decadencia moldea personas incapaces de defender
su forma de vida y los valores –decadentes y mediocres- en los que creen. O
mejor dicho en las coartadas intelectuales y los pretextos que utilizan para
justificar su decadencia, porque lo que es creer, no creen en nada.
Cuando la crisis se agudice, cuando se vuelva violencia
callejera, cuando el ejército interior de la quinta columna alógena cierre
filas y con prepotencia empiece a exigir, cuando ocupe las calles, habrá que
defenderse; entonces, si de verdad la amenaza se vuelve clara y explícita, quizá
quepa esperar que los europeos salgan a la calle, que sepan encontrar la
voluntad de luchar.
Después de todo, la prueba de que los europeos aún saben indignarse
y reaccionar, de que no les da todo igual, la hemos tenido hace un par de años.
Recordemos el episodio de los doscientos mil correos de protesta enviados en
cierta ocasión, en un arranque de furia, irritación y movilización popular, como
reacción a la falsa noticia de que se iban a censurar los vídeos guarros en
internet.
Los varones europeos demostraron en esa ocasión de qué pasta
están hechos; en un resabio de su pasado
guerrero, los nuevos caballeros de la pantalla de ordenador y el papel
higiénico a mano demostraron que aún son capaces de indignarse cuando se les
toca lo que, de verdad, es importante para ellos.
Cuando los europeos sean llamados a las armas, de manera
simbólica o real, cuando deban defender Europa, sin duda responderán a la
llamada y sabrán encontrar motivos para luchar. ¿O no?
Bueno, examinemos el ejército hipotético que se puede
reclutar para la defensa de Europa, llegados al caso. En primer lugar no se
puede contar con el motivo, importante en otras épocas, de defender a las
propias mujeres. Sólo unos pocos machistas pueden todavía pensar que el hombre
debe defender a la mujer; nuestros chavales se les enseña, en sus siniestras
lecciones de igualdad de género, que el instinto de protección del varón hacia
la mujer es machista, patriarcal y símbolo de opresión.
Así que por ese lado, nada. Aunque bien es verdad que como en
toda conquista, pacífica o no, las mujeres del territorio ocupado son objetivo
predilecto para el ocupante y el vencedor. De manera brutal o menos, de manera
evidente o solapada, pero la sustancia no cambia. Y si nosotros no tenemos este
punto muy claro, ellos, los invasores, lo
tienen clarísimo. Después de todo, la mayor parte son jóvenes, varones y vigorosos.
Pero volviendo al hipotético alistamiento de nuestro ejército
para defender a Europa, en principio, de todos modos será posible llamar a
filas a los europeos; a la juventud europea, a la población madura que aún
tiene vigor. Será así, pero como en todo reclutamiento hay que hacer una criba.
No todo el mundo vale para la lucha, hemos de valorar la aptitud para el
combate y, como se decía antes, la fibra moral.
De manera que hay que empezar a seleccionar. Comencemos exonerando del servicio a los que hacen el amor y no la guerra, a los educados
en el pacifismo y la no violencia, a los que piensan que más vale sufrir una
injusticia que hacer daño a un ser vivo y a los adoradores de la Madre Tierra. También
hay que mandar a casa como inútiles a la práctica totalidad de quienes han sido
educados por mujeres o por medio-hombres, y a los que han crecido siguiendo las
indicaciones de los psicólogos y los expertos. Estos son incapaces por flojera crónica e irremediable.
Asimismo deben ser excluidos, por motivos evidentes, a los que han sido envenenados
por la propaganda izquierdista, el odio hacia la propia tradición y la propia
identidad.
Empezamos a preocuparnos porque las filas ya se han clareado bastante. Pero no hemos terminado. Hemos de realizar aún la última
selección: cuando llegue el momento tampoco podremos contar con los que tienen
baja la autoestima, con los que están en depresión posvacacional o con crisis
de ansiedad.
Admitámoslo, no nos ha quedado mucha gente.
Pero si alguien queda, serán ellos, a los que las hordas de los
mediocres, los medio-hombres y las medio-mujeres llamaban fachas y antiguos,
mirándoles por encima del hombro; serán ellos y nadie más que ellos quienes -quizá- consigan cristalizar alrededor de su coraje las fuerzas antiguas de libertad y dignidad
que, a pesar de todo, sofocadas por los detritos, siguen existiendo en el fondo
de nuestra estirpe.
Serán, ellos, el último pelotón que salva la civilización, si
ha de ser salvada.